viernes, 7 de mayo de 2010

DOLOR, SUFRIMIENTO Y SENTIDO DE LA VIDA

  1. El hambre, la sed, la enfermedad y toda injuria corporal, son el dolor. El temor, la frustración, la desesperanza y toda injuria mental, son sufrimiento. El dolor físico retrocederá en la medida en que avancen la sociedad y la ciencia. El sufrimiento mental retrocederá en la medida en que avance la fe en la vida, esto es: en la medida en que la vida cobre un sentido.
  2. Si acaso te imaginas como un bólido fugaz que ha perdido su brillo al tocar esta tierra, aceptarás al dolor y al sufrimiento como la naturaleza misma de las cosas. Pero si crees que has sido arrojado al mundo para cumplir con la misión de humanizarlo, agradecerás a los que te precedieron y construyeron trabajosamente tu peldaño, para continuar en el ascenso.
  3. Nombrador de mil nombres, hacedor de sentido, transformador del mundo... tus padres y los padres de tus padres, se continúan en tí. No eres un bólido que cae, sino una brillante saeta que vuela hacia los cielos. Eres el sentido del mundo y cuando aclaras tu sentido, iluminas la tierra. Cuando pierdes tu sentido, la tierra se oscurece y el abismo se abre.
  4. Te diré cuál es el sentido de tu vida aquí: humanizar la tierra! ¿Qué es humanizar la tierra? Es superar el dolor y el sufrimiento, es aprender sin límite, es amar la realidad que construyes.
  5. No puedo pedirte que vayas más allá, pero tampoco será ultrajante que yo afirme: "Ama la realidad que construyes y ni aún la muerte, detendrá tu vuelo!".
  6. No cumplirás con tu misión, si no pones tus fuerzas en vencer el dolor y el sufrimiento en aquellos que te rodean. Y si logras que ellos, a su vez, emprendan la tarea de humanizar al mundo, abrirás su destino hacia una vida nueva.

Extracto del libro

HUMANIZAR LA TIERRA (Silo)




















El sufrimiento es de naturaleza mental. No es un hecho sensorial del mismo tipo del dolor. La frustración, el resentimiento, son estados de los que también tenemos experiencia y que no podemos localizar en un órgano específico, o en un conjunto de ellos. ¿Es que aún siendo de naturaleza diferente actúan entre sí el dolor y el sufrimiento? Por cierto que el dolor motiva también al sufrimiento. En tal sentido, el avance social y el avance de la ciencia hacen retroceder un aspecto del sufrimiento. Pero específicamente, ¿dónde hallaremos la solución para hacer retroceder el sufrimiento?. Esto lo hallaremos en el sentido de la vida y no hay reforma ni avance científico que aleje el sufrimiento que da la frustración, el resentimiento, el temor a la muerte, y el temor en general.

El tema de la catarsis en la Literatura ha sido ampliamente tratado desde muy diferentes puntos de vista.
Sin embargo, no por ello deja de tener interés si consideramos que se trata de algo
importante para la persona y que el efecto catártico de la expresión verbal, oral y escrita,
con valor estético o sin él, tanto para el emisor como para el receptor, es y será siempre un
modo de liberación personal, de ayuda y de reflexión ante situaciones problemáticas que la
vida plantea a cualquier ser humano. Cambian las circunstancias sociales, políticas,
contextuales, económicas, etc., pero la condición humana sigue siendo la misma.
Estudiando el comportamiento de las personas en la historia se puede afirmar que el problema vital de cualquier hombre o mujer se convierte en el problema del resto, pues su constitución no varía a lo largo del tiempo. A pesar de las
diferencias existentes entre unos individuos y otros, los interrogantes son idénticos en el
fondo de cada uno de ellos. El ser humano es todos ellos. Por eso la creación artística, al
ejercer su función catártica, pretende llegar a un conocimiento que ilumine el mundo antes
que describirlo o hablar simplemente e él, porque la realidad de los objetos cotidianos e
inmediatos que definen el horizonte del ser humano, se instala bajo una nueva luz por la
intervención de esa creación artística. La elaboración y recepción de los textos son los
resultados de unos procesos complejos en los que intervienen autor(a) y lector(a); ambos
procesos están determinados y son explicables por los múltiples factores de índole
psicológica y sociológica, insertos todos ellos en un espacio histórico y cultural.
En el caso concreto que nos ocupa: “la creación narrativa como superación del dolor
ante la muerte”, es imprescindible recordar la definición y los límites del concepto de
catarsis partiendo, aun a riesgo de repetir planteamientos ya realizados anteriormente, de la definición aristotélica de tragedia: “imitación de una acción elevada y completa, dotada de extensión, en un lenguaje templado, con formas diferentes en cada parte, que se vale de la acción y no de la narración, y que, por medio de la compasión y del temor, produce la purificación de todas las pasiones”, para afirmar que el efecto terapéutico de la Literatura
es uno de sus fines desde la época clásica. Aristóteles tomó el término catarsis del lenguaje
médico, en el que designaba un proceso purificador que limpia el cuerpo de elementos
nocivos y un proceso de depuración terapéutico o místico. Pero el filósofo griego no piensa
en un proceso de purificación terapéutico o místico, sino en un proceso purificador de
naturaleza psicológico-intelectual: en el mundo torvo e informe de las pasiones y de las
fuerzas instintivas, la poesía trágica, concebida como una especie de mediadora entre la
sensibilidad y el logos, instaura una disciplina iluminante, impidiendo la desmesura de la
agitación pasional. Aristóteles, en efecto, no propugna la extirpación de los impulsos
irracionales, pero sí su clarificación racional, su purificación de los elementos excesivos y
viciosos. De aquí se puede deducir una manera de utilizar la Literatura como un medio de
liberación personal.
La cuestión de los efectos catárticos de la Literatura no volvió a interesar hasta
muchos siglos después de Aristóteles, cuando, en el siglo XVI, la Poética, comenzó a
solicitar la atención de estudiosos y a originar un poderoso movimiento de teorización
literaria. El problema de la catarsis y de sus implicaciones morales aparece como punto
fundamental de reflexión, y el texto de la Poética sobre la tragedia es objeto de muchas y
diversas investigaciones. En este amplio movimiento de teorización literaria encontramos
dos interpretaciones fundamentales:
A- Interpretación moralista: La que considera que Aristóteles quería significar que
la tragedia purificaba no sólo la compasión y el temor, sino también otras
pasiones como la ira, la lujuria, la avaricia. La purificación se produce porque
estas pasiones viciosas son sustituidas por sentimientos parecidos a la caritas
cristiana.
B- Interpretación mitridática: Insiste en que la poesía trágica tiene un fin
terapéutico de tipo preventivo mediante la clarificación racional de las pasiones.
El espectador al ver las desgracias de los personajes, deduce que él también es
sujeto posible de las mismas desventuras y poco a poco se hace inmune a ellas
fortaleciendo su ánimo para soportarlas, si acaso le suceden. La poesía trágica
presenta la condición humana como en un espejo brillante, y quien contempla en
tal espejo la naturaleza de las cosas, la variedad del mundo y la flaqueza del
hombre, anhela obrar como persona sensata y guardar el equilibrio de ánimo
ante tales situaciones adversas6.
La función catártica se extendió a toda expresión literaria e, incluso, a toda
expresión artística más allá de la tragedia aristotélica. El hombre interpreta la obra literaria
como una forma de liberación y superación de elementos existenciales adversos y
dolorosos, como una búsqueda de paz y de armonía íntimas, tanto en el plano del escritor
como en el plano del lector. E, interesa destacar, en este punto, que la catarsis no se debe
confundir con la evasión. La segunda es olvido o distracción, mientras que la catarsis es
valerosa asunción del dolor y de la fatalidad con que el hombre se enfrenta. La catarsis,
entendida como efecto general del arte, no significa nunca una actitud lúdica de la actividad
artística o una evasión hacia el mundo imaginario para eludir los problemas, sino el
asumirlos desde una posición artística, distanciada y fuerte, con un sentido serio de la vida,
que tiende a racionalizar lo irracional y lo desmesurado.
Los efectos terapéuticos de cualquier experiencia del arte como actividad
encaminada a la mitigación de deseos insatisfechos7, de descarga de tensiones, de plenitud momentánea, de solución de contradicciones vitales, de catarsis, en definitiva, aumentan
considerablemente por el intercambio físico y directo que se produce gracias a la oralidad
o, en su defecto, a la conexión entre autor y receptor a través de un texto escrito. El propio
Freud explicando su proximidad a Aristóteles afirma textualmente:
“Si, como desde los tiempos de Aristóteles viénese admitiendo, es la función del
drama despertar la piedad y el temor, provocando una “catarsis de las emociones”,
bien podemos describir esta misma finalidad expresando que se trata de
procurarnos acceso a fuentes de placer y de goce yacentes en nuestra vida
afectiva”8.
Se produce así un profundo efecto de la obra de arte capaz de restablecer el
equilibrio del alma humana9.
Y, en este sentido, el hecho de contar lleva consigo un componente afectivo muy
importante mediante el cual, la conexión con “el otro” es palpable, es vivida y sentida y
proporciona una sensación de compañía que funciona como punto de encuentro entre el
emisor y el receptor. Octavio Paz hablaba de salir de uno mismo para encontrarse con el
otro como comunión y liberación10. Se trata de compartir una historia, una historia real o
inventada que conduce a la reflexión o despierta la imaginación y la fantasía, y no importa
tanto el tipo de historia como el hecho de tener una vivencia en común. En consecuencia, la
acción terapéutica funciona en un doble sentido; para el que habla o escribe y para el que
escucha o lee. El primero con su historia sale de sí mismo y entra en otro mundo, que va a
compartir con su auditorio haciendo de canal de comunicación. Pero, si además de canal, es
el creador, la acción terapéutica del hecho de contar multiplica sus efectos sobre el que
“cuenta”, proporcionándole la posibilidad de expresar sus propias inquietudes,
preocupaciones y fantasías, su mundo posible, soñado, deseado o vivido, a través de su
creación. El segundo recibe, mediante la actuación del autor, la oportunidad de identificarse
con un protagonista y sentirse él también protagonista subsidiario de la acción por la
“ilusión”. Así puede abandonarse sin vergüenza a sus impulsos coartados, dejándose llevar por las emociones, pues, aunque no se consiga la experiencia estética ni ningún otro tipo de
experiencia o vivencia artística, el hecho de contar y de percibir un relato, fantástico o real,
único, siempre produce los efectos terapéuticos de compartir algo con alguien como modo
de superar la soledad, consciente o inconscientemente.
Y todo lo anterior es posible partiendo de la base de que una de las cualidades
fundamentales del hombre, quizá la característica esencial de su condición humana, es su
capacidad de comunicarse mediante el lenguaje, es decir, de poder hablar y escribir, y no
resulta complicado añadir que esa posibilidad de comunicación a través de la palabra
adquiere dimensiones especiales en algunos momentos puntuales de la vida.
“Suelen ser relativamente variadas las respuestas que exponen los creadores sobre
las razones que les llevaron a iniciar la afición creativa, desde los que asientan el
origen en una circunstancia ocasional, como puede ser una enfermedad y el
consiguiente retiro involuntario, o incluso la creación como terapia, o bien una
aspiración, o decepción amorosa concreta, o tal vez la necesidad de crear su
espacio como individuo en su círculo de relaciones, o simplemente la voluntad de
comunicación y expresión, hasta los que plantean la cuestión también desde el
plano de una vocación casi genética, lo que me resulta más difícil de creer”
Cuando el ser humano toma conciencia de su existencia, su necesidad más urgente y
difícil es la de encontrar un significado a su vida. Mucha gente pierde el deseo de vivir y
deja de esforzarse, porque ese sentido ha huido de ellos. La comprensión del sentido de la
vida no se adquiere repentinamente a una edad determinada ni cuando se llega a la madurez
cronológica, sino que, por el contrario, obtener una comprensión cierta de lo que es o de lo
que debe ser el sentido de la vida, significa haber alcanzado la madurez psicológica. Ese
logro es el resultado final de un largo desarrollo. En cada etapa buscamos, y hemos de ser
capaces de encontrar, un poco de significado congruente con el que ya se han desarrollado
nuestras mentes. Y es en la edad adulta, física y psicológica, cuando podemos obtener una
comprensión inteligente del sentido de la propia existencia en este mundo a partir de
nuestra experiencia en él. Sin embargo, a veces, ante determinados acontecimientos inesperados, ese proceso lento de sabiduría vital, se precipita y provoca, junto a una toma
de conciencia también inesperada, la necesidad urgente de comunicar lo vivido, de
contarlo; necesidad que se traduce, al final de una reflexión personal, en un libro. Así
ocurre cuando alguien fundamental en nuestra vida, un ser cercano y querido, muere.
Y es precisamente ese acontecimiento, la muerte, el origen de la novela de Soledad
Puértolas: Con mi madre, que voy a comentar a continuación como ejemplo de todo lo
dicho anteriormente. Muerte que siempre llega sin avisar por mucho que la esperemos en
determinadas situaciones de enfermedad. Ella misma nos confiesa: “Hasta que llega el
derrumbe, la muerte. Siempre nos coge por sorpresa la muerte. La muerte de mi madre se
había ido anunciando, pero me cogió por sorpresa”. En esta ocasión Soledad Puértolas
lleva su indagación en el ser humano hasta ella misma conduciéndola a diagnosticar el
porqué de ese dolor que le causó la muerte de su madre, a preguntarse qué hacía con esa
pérdida y cómo la convierte en algo que le ayude a vivir. Así nació su novela.
Se trata de un libro en primera persona, un libro autobiográfico17 con una clara
intención terapéutica por parte de la escritora tal como nos dice desde el principio y en
múltiples ocasiones a lo largo de su lectura, de las que he entresacado unos cuantos textos que transcribo literalmente porque me parecen suficientemente elocuentes para citar
textualmente:
“Mi madre murió el 26 de enero de 1999. Desde ese día, por necesidad, para no
sentirme desbordada por el dolor, he ido escribiendo sobre ella, sobre lo que ha
significado su vida y su muerte. No es en absoluto fácil vivir en su ausencia, sin
escuchar esa voz cada vez más enronquecida que irrumpía en casa a través del hilo
telefónico...” “He escrito sobre mi madre, pero sé que no puedo abarcar su vida.
Sé, también, que mis sentimientos acerca de su vida y su muerte han ido cambiando,
porque el tiempo me ha ido dando nuevas perspectivas desde las que veo a mi
madre, de forma nueva. Busco verdad y consuelo, busco poder vivir con la ausencia
de mi madre, con el dolor que la poseyó y con ese final que en cierto modo yo
considero voluntario, sosegado. (...) Vivir tratando de lograr que el respeto y el
amor se impongan sobre la añoranza. Que mi vida con ella y mi vida sin ella se
enlacen. Y que la luz que siempre brilló en el fondo de sus ojos se guarde dentro de
mí y no se extinga. Aceptar el drama, pero no quedarme en él. (...) Son muchas, sin
duda, las posibles omisiones que he cometido en estas páginas, pero no quiero que
este libro dedicado a mi madre se convierta en algo inacabable. Es el momento de
aceptar que, aunque el tiempo que a partir de ahora va a transcurrir y que seguirá
transformando la relación con mi madre, lo que ya tengo en las manos me puede
servir. Ofrecérselo –a ella y a todas las personas que lo quieran leer-, hacer, en fin,
públicas mis evocaciones y reflexiones, nos ayudará a las dos”. (...) Es todo lo
que pido: rebeldía. No ceder jamás. Resistir. Mi madre. Su casa está vacía. No
puedo alejarme de ella. Tengo que estar aquí, cerca. El verano es lento y me gusta
que sea lento. En cierto modo desearía que no se acabara nunca. Escribo
febrilmente, escribo lo que sale del alma. Un alma rota, perdida, desconcertada.
Tengo que quedarme aquí y escribir todo esto. No esto, lo que ahora estoy
releyendo y corrigiendo, sino lo que escribí el verano de 1999 y no quiero releer
ahora. No quiero volver atrás. Nunca me ha gustado volver atrás. No he vuelto
atrás en toda mi vida. Ni siquiera ahora. Es ella, mi madre, la que viene a mí”.
(...) “He puesto título a estas páginas: Con mi madre. He creído vivir siempre al
lado de mi madre, con ella. Ahora que ella ya no está aquí, sigo viviendo con ella
(...) Voy a vivir con ella, me digo en el silencio de esta fría tarde otoñal, voy a vivir
con todo lo que tengo”. (...) No podía dejar mi casa, no podía alejarme de
Madrid, la ciudad donde había muerto mi madre. Escribía febrilmente en aquel
vestíbulo abarrotado. Mañana, tarde y noche. Escribía sobre una mujer que
acababa de perder a su madre, una mujer que, inmersa en la mayor desolación,
buscaba desesperadamente la forma de sobrevivir.
En mitad del otoño, abandoné la novela. Escribí muchos artículos y, finalmente,
empecé a escribir sobre mi madre. He escrito estas páginas instalada en el sofá del
cuarto de estar, con el ordenador portátil sobre un cojín colocado sobre mi regazo.
Rodeada de fotografías de mi madre y de mis hijos”. “Pero la vida, después de su
muerte, se ha enturbiado mucho. No es fácil encontrar el centro del que puedo
partir. La Literatura no ha salvado nunca al creador: Le ayuda, como ayuda a los
lectores.
Busco ahora palabras que puedan definir lo que siento. La incertidumbre, el
desconcierto y el dolor de su ausencia, unida al deseo de felicidad. El mío y el suyo.
Tuvo que ser feliz, me digo, conoció la felicidad. Debo ser feliz. Dondequiera que
esté, mi madre me lo pide. También por mí, dice.
Supongo que no es casual que en el primer capítulo de este libro haya hecho
referencia a la importancia que Dios o la religión tuvieron en la vida de mi madre y
que esa importancia me llevara a considerar otra: la de mis amigos. Mi madre
nunca los juzgaba –ni a ellos ni a nadie- desde las categorías del bien y del mal.
Creo que la idea del mal no le cabía en la cabeza”. (...) La negación es amarga y
hunde, socava, destruye. Veo ahora la vida de mi madre como una cadena de
afirmaciones, un largo viaje apoyado en innumerables síes. Ochenta y dos años de
afirmaciones. (...) Me mira y sigue andando, apoyada en sus afirmaciones. Recorre
ochenta y dos años". Con estas últimas palabras acaba la novela.
Los textos entresacados de la novela de Soledad Puértolas son tan elocuentes que no
necesitan explicación alguna. Escribe para liberarse de su dolor, se identifica plenamente
con su madre y todo lo vivido a su lado y, analizando todos los recuerdos que se agolparon
en su mente tras su muerte, los va narrando, los va asimilando y el resultado es una novela
autobiográfica, desde luego, pero en la que tiene cabida la creación estética aunque sin
ficcionalidad. Sus palabras están llenas de emoción y su discurso pretende ser
autentificador, quiere mostrarnos una imagen verdadera, lo que sintió y lo que vivió con
su madre, durante su vida y tras su muerte, con bastante lujo de detalles desde su infancia
junto a ella hasta los últimos días de su existencia. El final es esperanzador. Su novela ha
cumplido, en la medida de lo posible, la finalidad terapéutica pretendida, aunque no hay
que olvidar que “el yo que escribe nunca es el yo que existe. Es otro yo, desdoblado, en el
acto de la memoria (el yo que recuerda) y que se constituye narrativamente en el curso de
su escritura acerca del yo que fue”. Precisamente en esto radica la poeticidad posible del
acto de creación. En esta novela en concreto hay que observar que la madre de la autora
murió en enero de 1999 y que el libro se publicó en el año 2001, lo cual significa que sus
recuerdos y sentimientos se fueron acumulando y, a los dos años de la muerte de su madre,
se transformaron en un libro con una fuerte carga emocional capaz de conectar con
múltiples lectores que hayan pasado por situaciones semejantes y pueda ejercer sobre ellos
un efecto terapéutico positivo o simplemente una experiencia estética de lectura para
cualquier receptor.
Sin embargo, no se trata de una de sus mejores creaciones desde el punto de vista
artístico, algunas descripciones carecen de interés general y no hay una trama argumental
de una novela “típica”. Esta falta de valor estético ocurre con frecuencia cuando se trata de
un texto con pretensiones de realidad. Puede ocurrir en estos casos que la narración pierda
su principal encanto: “el de servir de vehículo para expresar lo misterioso, lo posible e
incluso lo improbable, y, sin el auxilio de la imaginación, caería de forma indefectible en la redundancia y la monotonía”. Algo así sucede en esta novela. Tampoco es una colección
de relatos aislados. Es, simplemente, un testimonio personal ante un suceso tan doloroso
como la muerte de su madre con una finalidad catártica, especialmente por la unión tan
estrecha que habían mantenido a lo largo de toda su vida, incluso en las etapas en las que la
escritora vivió fuera de España mediante cartas diarias y, siempre, llamadas telefónicas
también diarias cuando ya no vivían juntas.
La autora se hace mujer a partir de la relación con su madre asumiendo que es hija,
al igual que mujer y madre. Su libro es un ejercicio introspectivo de indagación, que,
deliberadamente no ha querido construir a partir de entrevistas con personas que conocieron
a su madre. Se trata del desarrollo de la personal relación madre e hija. La narración
representa el (re)conocimiento del “otro” que incluye, a su vez, un acto de gratitud “hacia
mi madre por haber existido ochenta y dos años, por haber podido conocerla y quererla
más a lo largo de esos años”.
La escritura de todo el libro ha supuesto para Soledad Puértolas un sentimiento de
afirmación de la madre, en contraste con la negación que representó su muerte, y quizás,
por eso, el mejor acto de afirmación haya sido continuar escribiendo, porque escribir es en
sí un acto de optimismo. La novela representa tanto la acogida que una hija le hace a su
madre, como el proceso que ha seguido la escritora para volver a aprender a andar sin la
presencia física de ella después de su muerte. Ha aprendido a leer y escuchar los silencios
de su madre. Ahora necesita enseñarse a sí misma a sostenerse en el espacio que hay entre
el “ella” y el “yo”, sobre todo porque su madre la mira y sigue andando, apoyada en sus
afirmaciones a las que llega volviendo atrás y buscándola, día a día, año tras año, desde que
nació hasta que se quedó sin ella, y comunicándolas a través de su obra como el modo más
eficaz de conseguirlo...



LA MANO DE NADIE.

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